Carta al director (num. 4)

 

La Ciencia, Lo Eterno y la Ecuanimidad

“The instant made eternity [El instante hizo la eternidad]”
Robert Browning, The Last Ride Together, 10.

Escuché esta historia por primera vez en los años noventa, en uno de los seminarios de un curso de doctorado del Dr. Gómez Caffarena, en el Instituto de Filosofía del CSIC. Cuando salía del trabajo -siempre he trabajado a la vez que estudiaba- participar en esos encuentros suponía adentrarse en un universo de conocimiento fascinante e insólito, una auténtica gnosis que te aislaba del mundo real pero que, en paralelo, te acercaba con extrema sutileza a la auténtica existencia. Siempre había un ponente invitado, de enorme erudición y lejano origen -algunos llegaban de la India o Japón- que sumergía a los asistentes en desconocidas tradiciones y corrientes arcanas de la filosofía, a través de las huellas de antiquísimos buscadores del saber.

No recuerdo el nombre de quien la contó, sé que había pasado muchos años en Oriente y llevaba un tiempo en España. En su turno habló sobre la Kena-Upanishad -de esta inmortal obra del hinduismo me parece maravillosa la definición que ofrece de lo trascendente: «es diferente de todo lo conocido y también de todo lo desconocido»- y enriqueció su elocución con varias anécdotas personales e historias contadas por ascetas y eremitas. Una de ellas permanece muy aferrada en mi memoria pues estoy convencido de que destila un profundo saber y puede ser, además, una norma de vida. La he visto después, en distintas versiones, publicada en antologías como las de Ramiro Calle o Taisen Deshimaru.

Adaptándola para este medio dice así: «Había hace muchos años un anciano que trabajaba la tierra junto a su hijo. ¡Qué infortunio, padre -le dijo un día- nuestro querido caballo ha escapado! ¿Por qué te afliges, hijo mío? Así lo ha querido el destino. No había pasado una semana cuando el caballo regresó junto a una hermosa yegua. ¡Padre, qué suerte, es fuerte y joven, garantizará nuestro sustento! ¿Por qué lo llamas suerte, muchacho? Así lo ha querido el destino. Como la yegua era salvaje el joven intentó domarla, pero cayó y se partió una pierna. ¡Cuánta adversidad -sentenciaron sus vecinos- tu hijo no podrá ayudarte en la cosecha! ¿Por qué lo llamáis adversidad? Así lo ha querido el destino. Sucedió que se decretó una guerra y llegaron al pueblo soldados del rey que se llevaron a todos los jóvenes, salvo al hijo del anciano al que encontraron con la pierna entablillada. ¡Qué afortunados sois que no sufrís esta desdicha! El viejo campesino miró con compasión a sus vecinos y volvió a pronunciar: sí, así lo ha querido el destino».

El ponente no la interpretó, fue una más de las remotas fábulas nacidas en el marco de filosofía oriental que ofreció esa tarde. Sin embargo, cuando regresaba a casa en el tren, reflexioné sobre ella pues en tan sencilla narración se recogían muchas y valiosas enseñanzas. En esencia se conjugaban dos trascendentales cuestiones insertas en todos los seres humanos y que han marcado, sin duda, la historia del pensamiento: nuestro asombro por la casualidad, el azar, que rige nuestras vidas, y la necesidad que tenemos de una búsqueda del equilibrio, del orden, de la ecuanimidad. Y ambas están intrínsecamente relacionadas. Además, como mensaje principal, enseñaba que nunca debemos valorar los hechos sin conocer sus consecuencias, que solo pueden interpretarse con el tiempo. Lo que supone una sabia lección para esta, en demasiadas dimensiones, involutiva sociedad de hoy en la que se juzga de manera continua e inmediata -con tanto poso de reflexión como el que lleva enviar un tweet- pues, faltaría más, todos somos omnipotentes y lo conocemos todo.

Pues, qué duda cabe, lo extremadamente limitado de nuestro conocimiento -aunque creamos que nos encontramos en la cúspide del progreso- se agita con ferocidad en esa historia y nos enfrenta directamente con lo desconocido, simbolizado por las eventualidades del futuro. En otra ocasión hablaremos del azar que parece gobernar nuestra existencia -decía Voltaire que la casualidad no es más que la causa de un efecto ignorado- pero ahora cabría preguntarnos, ¿somos en verdad conscientes de todo lo que nos queda por aprender, de lo inconmensurable y aún desconocida que es la realidad que nos envuelve?

La ciencia, precisamente, es un canto a lo complejo que es explicar todo, lo difícil que es el acceso al conocimiento de esta complicadísima realidad, dentro del enorme y multidimensional universo en el que existimos. Al que solo podemos acceder a una parte, la que -además de nuestros sentidos- la razón, la lógica, el lenguaje de las matemáticas, etc., nos permiten, siempre restringido a sus leyes, a las que estamos atados. Formamos parte de un imperceptible fragmento de un cosmos increíblemente grandioso e inteligible que sin duda trasciende estos mínimos elementos dentro su totalidad. No reparamos en la enormidad de los eones, de los que apenas suponemos un suspiro en una hermosa, y a la vez terrible, sinfonía eterna. Es imposible pensar en espacios, todo lo que somos se concentra en el equivalente a un ínfimo micrón en una multirealidad de megaparsecs de megaparsecs de tal vez infinitos universos paralelos.

¿No lo vemos? Todo nuestro conocimiento, el que tuvimos, el que tenemos, el que tendremos, todo nuestro acceso a lo desconocido, todos nuestros avances y progresos, nuestras tecnologías, nuestros sueños y anhelos, tal vez estén contenidos, y sin posibilidad de escapar, en un minúsculo grano de arena en la orilla de un océano cósmico -utilizando la expresión de mi admirado Carl Sagan-, tan solo uno más en un multiverso de ilimitadas formas e inaprensibles leyes, tal vez distintas y sin coincidencia entre ellas. Así, aunque en él alcancemos la cúspide del saber, la perfecta evolución, el Aleph de lo realizable -siendo todo lo que puede ser-, siempre se limitará a nuestra burbuja espacio-temporal, la que nos da sustento y nos permite existir, por inconmensurable que esta sea. Pero, ¿acaso se corresponde con el Todo? ¿Cuánto queda fuera, siempre inaccesible para nosotros? ¿Dónde nos encontramos, realmente, en la infinita danza cósmica que nos envuelve?

Nuestra presencia en el nimio soplo de espacio-tiempo en el que existimos no nos hace ser conscientes de que esa coincidencia en el lugar y el momento con todo lo que nos rodea, con nuestros seres queridos, con el devenir de nuestra propia vida, con las decisiones que tomamos y sus consecuencias… lo que nos parece natural es simplemente un milagro probabilístico. Siempre desde el enfoque de la ciencia, las matemáticas nos dicen que las posibilidades de haber coincidido en un finísimo hilo -unas decenas de años- dentro de la formidable carpa del tiempo tejida en la eternidad son tan ínfimas, tan increíblemente reducidas, que, sin duda, cuando miremos a todos los seres que nos rodean no debemos dudar en considerarlo un prodigio, una maravilla, un privilegio. No olvidemos -recordemos la narración con la que empezamos- que cualquier evento casual lo puede cambiar todo. De este modo, una tarde paseando por una pradera con nuestro hijo, con nuestra esposa, con nuestros padres ya muy mayores, con ese perrito al que adoptamos y cuya mirada limpia y noble desvela un universo… sí, hagamos que nos aborde una sensación de plenitud pues estaremos participando sin duda de un milagro. Y aprovechémoslo, qué difícil es verlo en esta vida cada vez más artificial que nos genera -y no casualmente- esta nueva y extraña sociedad.

La ecuanimidad debe marcar nuestras vidas, en todos los ámbitos. Sin embargo, cuántas veces tenemos la osadía de decir que todo está al alcance de la humanidad. Precisamente los avances más profundos de la ciencia nos permiten vislumbrar que la realidad es mucho más compleja que lo que jamás pudimos imaginar, y dotaría a la filosofía de nuevas herramientas en la búsqueda de las preguntas iniciales y eternas. Cuando Platón narraba el mito de la caverna aludía a una verdad externa que constituía lo auténtico, lo real, idea presente en las principales corrientes de pensamiento desde el origen de los tiempos. Todo lo que avanzamos en el saber nos lleva a confirmar nuestra sensación de infinito asombro ante la magnitud de lo trascendente y, en paralelo, de nuestras limitaciones ante las grandes preguntas existenciales, que aumentan su grandeza conforme intentamos acercarnos, cada vez con más medios, a ellas.

Qué insignificantes resultan los dogmatismos -y los hay de múltiples formas y condiciones, y en todas las esferas- que preconizan conocerlo todo, o llegar a hacerlo, y tener la llave de todas las respuestas. No debe extrañarnos que estén enfrentados. Olvidan un hecho fundamental, que nos enseñaba una antigua historia de un anciano campesino ecuánime ante los avatares del destino: es necesario ser extremadamente humildes ante lo desconocido. Lo que, por cierto, es la auténtica base de la ciencia, de todo lo hermoso y magnífico que nos está ofreciendo, mejorando la calidad de nuestras vidas hasta límites impensables. Un leve destello aún de lo que el futuro nos va a deparar, con increíbles avances -prueba de nuestro enorme poder cognitivo- que transformarán cada vez más, y harán mejor, nuestro mundo. Al que podremos conocer hasta donde nos resulte posible. Pues entenderla así, con humildad, es donde radica realmente su magnificencia, y la que nos permitirá expandir, siempre, sus fronteras.