Carta al director (núm 2, octubre 2017)

 

UNA CIENCIA Y UNA TECNOLOGÍA AL SERVICIO DEL BIEN COMÚN

José Gómez Galán 

 

“King Lear asked Gloucester: ‘How do you see the world?’
And Gloucester, who is blind, answered: ‘I see it feelingly… I see it feelingly”.
Earthlings, Shaun Monson, 2005,
basado en el cuarto acto de la sexta escena
de «King Lear», de William Shakespeare.

 

Saben que soy un apasionado del cine, y en cierta ocasión un alumno me preguntó si podría recomendarle una película que realmente nos describiera cómo somos las personas. Una pregunta maravillosa, siempre he preferido las preguntas a las respuestas. Vacilé unos instantes, y estuve a punto de nombrar una obra maestra como Million Dollar Baby, del excelente director Clint Eastwood. Sin embargo mi respuesta fue otra: el documental Earthlings, de Shaun Monson. El joven pareció sorprendido. “No lo entiendo”, me dijo, y tras una breve pausa añadió “sé que usted la emplea en otra asignatura suya pero, por lo que he podido buscar, se centra en los animales que conviven con nosotros en la Tierra…”. No, esa película nos habla en exclusiva del ser humano, y es el espejo en que nos reflejamos…

No han sido pocos los filósofos que han dictado que el gran reto de nuestra existencia es llegar a conocernos a nosotros mismos. Pero para este fin disponemos de un sencillo método que nos ofrece una primera respuesta, un primer retrato: podemos saber cómo somos por el modo en que tratamos a los demás.

Sin embargo, no es fácil acceder así a la complejidad de la especie humana. Si nos distanciamos e intentamos analizarla con la mayor objetividad posible repararemos de inmediato en que resulta una criatura paradójica. Capaz de los mayores actos de consciente crueldad y sadismo, que escaparían a cualquier sentido dentro de las leyes de la naturaleza, y que pareciera incluso que llegan a romper con ellas, a la vez puede presentarse como un ser extremadamente bondadoso y caritativo, creador de las más altruistas acciones, generador de perfección y belleza sin límites.

Qué extraño. Es reflejo y fruto del universo pero en paralelo lucha por rebelarse contra él, del modo que sea, por escapar de sus inflexibles y eternas normas. Esta característica tan exclusiva es lo que hace quizá que este enrevesado organismo formado por macromoléculas poliméricas, que denominamos Homo sapiens, se considere tan especial, tan distinto de los demás, un elegido. Y es lo que ha gestado, al menos desde el Neolítico, momento en que comienza a modelar la creación que le rodea, ese marcado y férreo antropocentrismo que aún ha sido incapaz de superar.

Hay veces en que abrimos los ojos y nos percatamos de lo terriblemente frágiles que somos ante el poder de la naturaleza.

Hay veces, sin embargo, en que abrimos los ojos y nos damos cuenta de nuestra inconciencia, de lo terriblemente frágiles que somos ante el poder de la naturaleza. Es indudable que la ciencia, la tecnología y la cultura han propiciado que el animal humano haya adquirido la capacidad necesaria para asentarse en prácticamente todos los ecosistemas de la Tierra, para someter (no solo interaccionar con) a todas las demás especies animales, para modificar (incluso dañar, y con extrema gravedad) el medio natural en el que habita y del que depende. Y que este éxito evolutivo, inaudito en cualquier especie de mamífero, haya implicado envolvernos con un barniz ilusorio de seguridad y convencimiento de que somos invulnerables, de que toda la biosfera es en realidad la antroposfera. Pero a veces la naturaleza nos mira fijamente a los ojos y nos habla, sí, nos dice quiénes somos realmente.

Llegará, como lo lleva haciendo desde hace cientos de millones de años. No es necesario que sea una pandemia como no se haya conocido antes, ni el estallido de un supervolcán que nos envuelva en un invierno perenne, ni un meteorito que aniquile nuestra civilización (para todo lo cual tan solo debemos preguntarnos por el cuándo, y estar preparados para ese momento). No, no resultará necesario que la naturaleza nos grite al oído, en ocasiones escuchamos su susurro y ello basta para que seamos conscientes de nuestra fragilidad. En ese instante todo lo que nos rodea desaparece, comprobamos que nuestra brillante coraza es en realidad una sombría niebla, y nos asalta el miedo, el vacío, la desolación. Una catástrofe, una enfermedad, la muerte de un ser querido… La naturaleza nos enseña su rostro y nos sienta frente al espejo.

Es entonces cuando nos percatamos de cuánto absurdo existe en nuestra sociedad, de cómo seguimos desatados por vacías disputas intestinas y luchas tribales, de cómo creamos problemas donde no existen, sin duda hoy fruto del egoísmo por encima de la supervivencia. Comprobamos así la profundidad de la estulticia humana. La ciencia y la tecnología nos han permitido alcanzar un progreso y bienestar como jamás se habían producido en la historia de la humanidad pero seguimos anclados en nuestros miedos atávicos, probablemente insertados en nuestros genes y que aún no hemos sido capaces de superar. Sin querer ver que todo aquello que nos separa nos hace más débiles, que la división resta y que la unión suma.

En vez de estar unidos como especie, de usar nuestro conocimiento para hacer frente a los peligros comunes que nos acechan, de intentar restablecer el equilibrio medioambiental que nuestra expansión ha roto, este homínido agresivo, adaptado probablemente en un entorno donde estaba muy presente el agua hace más de 300.000 años, sigue reo de sus paradojas y divisiones, de marcar su territorio e imponerse a los demás, sean o no una amenaza. La aldea global de la que hablara McLuhan existe, y está compuesta por casi 8.000 millones de personas, el problema es que continúa manteniendo todos los prejuicios, intrigas y malas costumbres de una aldea medieval de 80 habitantes. Somos los mismos, pero más numerosos.

¿Creemos que estamos muy lejos de nuestros orígenes? Cuando desaparece el manto de confort que, debido al desarrollo tecnológico, económico y cultural, hace que se mantengan estables las sociedades avanzadas, surge siempre esa criatura tan violenta. Aunque la sociedad humana haya evolucionado de un modo formidable en los últimos 5.000 años, no podemos olvidar que ayer, en el siglo XX, se produjeron los actos de barbarie más terribles de la historia, y nada nos dice que no puedan repetirse hoy, en el siglo XXI. No reparamos en que nuestros principales avances tecnológicos se han producido siempre en un escenario bélico, todo nuestro ingenio, nuestros recursos, nuestra economía, son exprimidos al máximo cuando se trata de destruir a nuestros semejantes en vez de protegerlos, y con ellos al conjunto de la creación. Pues en la misma, más allá de la necesaria dimensión ética que nos obligaría a su cuidado, vivimos y sobrevivimos, somos parte de ella. No queremos ver que el calentamiento global que estamos causando, por ejemplo, amenaza a una especie que ha construido su civilización en un contexto bioclimático muy específico, y que su alteración implicará muy dolorosos cambios e incluso su aniquilamiento.

Todo se retroalimenta, parte de las mismas raíces. Pero en ocasiones, tal y como decíamos, la naturaleza nos hace abrir los ojos. Son esos momentos en que nos muestra nuestra extrema fragilidad cuando nos damos cuenta de dónde se ubica el auténtico poder. Lo que nos lleva a comprender que debemos permanecer unidos si queremos subsistir como especie. Colaborar para un bien común, inserto en la ley natural y lo que realmente, cuántas veces lo hemos experimentado, nos hace sentir en plenitud. Dentro de nosotros parecería que existiera una llama que se enciende y apaga en función de nuestros actos, -y que nos lleva a lo más remoto de nuestros orígenes, tal vez donde se encuentren las verdaderas preguntas que no requieren respuestas. Donde las tradiciones situaban el jardín del Edén y el árbol del Bien y del Mal. Un universo que solo puede ser visto a través de lo más profundo de los sentimientos…